Artículo sobre Las ávidas raíces de Ruth Vilar,
aparecido en el nº 363 de la revista Primer Acto.
La
escena se abre en un espacio vacío, como un útero antes de ser
fecundado. Un espacio yermo, frío, estático, esperando los pasos de
la Madre que entra cargando sillas, cuerdas, mantas, como los
colonizadores de otra época. Ella es el carruaje que arrastra los
enseres que habitarán la casa. La Madre, como un conquistador,
percibe el lugar, lo aprueba, lo funda, lo marca, lo delimita,
construye muros. Amuralla su territorio con zarzas, las espinas serán
el
foso que los aísle. Nada podrá entrar, pero tampoco nada podrá
salir. Ella en el centro de este universo será padre, madre y dios
para su hijo. Con este metafórico y brutal planteamiento comienza
Las
Ávidas Raíces. “[…]
Al fin estoy aquí. En medio del silencio. Alejada del mundo. En este
erial que tornaré en hogar. A salvo de lo cruel y lo feo, de lo
injusto, de lo arbitrario. […]
una
casa sellada contra cualquier tormento…”
¿Estamos
frente a un amor profundo y verdadero o frente a un amor posesivo y
castrador?, ¿frente a un delirio, una madre lorquiana, un cuento de
terror, una metáfora de la dictadura? Todo lo que hay aquí es bueno
y bello, todo lo que hay fuera es malo y feo. Debes aprender solo lo
que yo te diga, debes obedecer, acatar, no desear más que lo que
tienes aquí, con rigor, normas, restricciones. Hay una voluntad de
doblegar el libre albedrío del ser humano en pro de un orden social
que por momentos ahoga. La omnipresencia de la Madre en todas las
acciones del Hijo tiene mucho de la educación castrante, basada en la culpa, que todos hemos recibido, al punto, que es imposible, al menos en parte, no sentirnos retratados.
El
lenguaje de Ruth Vilar es preciso, punzante, brillante, como una
estocada. Por momentos te deja perpleja, en otros te hace reír por
lo brutal. La educación del Hijo tiene ese juego de cuento de
Perrault, la Madre le descubre la existencia de los oídos, los ojos,
la boca, pero solo para oírla, verla y hablarle a ella. La obra nos
devela la relación madre-hijo de una manera obsesiva, pero no por
eso menos realista. El amor como posesión, obsesión, necesidad de
que el otro, el objeto amado, sea espejo, proyección, mitad perdida
de sí mismo. La idea de que solos somos incompletos y,
por lo tanto, otra mitad,
en este caso el Hijo, tiene que completarnos, llenarnos, hacernos
felices, así podemos ocultar el miedo rotundo al abandono o la
soledad. El Hijo empieza a necesitar libertad, mirar un poco más
allá, pero la Madre se hace la muerta para retenerlo;
cuando cree que el Hijo ha aprendido la lección se levanta y le dice
“Una
madre necesaria y querida es inmortal. Que esta primera muerte te
sirva de escarmiento por si te vuelven esas ganas insensatas de
crecer.”
Es inevitable escuchar en esas palabras la castración social que ha
imperado para igualarnos y que tiene como claro referente la culpa.
El espectáculo se
ha nutrido de la documentación y la investigación escénica de los
actores Salva Artesero y Mireia Vallès junto a la autora y directora
Ruth Vilar, y esto se nota claramente en el pulso interpretativo, el
diálogo
en escena, el juego, la tensión. Cómo
bordan momentos brillantes, por ejemplo, cuando la madre presenta el
menú que ha preparado para su hijo:
“Empanadillas
de col, sesos de liebre y huevo duro […]
Pato salvaje asado con espárragos trigueros […]
Faisán con ajos tiernos”
y por supuesto “pimentón,
pimentón, pimentón…”.
Es
una verdadera delicia disfrutar de este trabajo de
la compañía Cos de Lletra,
tan austera y finamente resuelto, con interpretaciones que permiten
disfrutar tanto del texto como de los actores. Esperamos que esta
obra tenga un largo recorrido, siempre se agradece que el teatro nos
entretenga pero también nos anime a reflexionar.
Marcela
Terra
Dramaturga
y directora de teatro
Fotografía de Daniel Alonso
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