a contemplar por un instante a la mujer o al hombre para quienes el
arte es un modo íntimo de estar en el mundo y a la vez una
dedicación inexcusable, paisaje y aliento interiores al tiempo que
acción externa, objetivable, compartible. Hablemos de los creadores.
Llamémoslos así, con minúscula y sin grandilocuencia.
Hablemos
sucintamente de su infinita soledad, que en términos absolutos no
excede ni se distingue de la del resto de la humanidad. En los
términos relativos al arte, sin embargo, esa soledad resulta
irrenunciable. Para estos creadores que ahora observamos –convertidos
nosotros en espías etéreos que flotan apostados en el techo de la
sala de ensayo, del estudio o del rincón aprovechable en el cuarto
de los trastos– es lastre y alimento, causa y consecuencia.
Los
lastra la soledad cuando no la han elegido, y no puede decirse que
suelan haberlo hecho. Lo que los creadores, siguiendo un impulso
artístico irresistible, escogen es crear. Pues bien,
cuando crean de manera sostenida se abre a su alrededor –fuera del
entorno artístico, en el peor de los casos también dentro– un
foso de perplejidad. Este progresivo distanciamiento social no
formaba parte consciente de su elección inicial. ¡Qué se le va a
hacer! Cual submarinistas, ellos se calzan su cinturón de plomos –de
lejanía y de intemperie– y se aventuran a pescar en las simas.
Fijémonos en cómo acceden a una fosa donde capturan un trozo raro
de emoción. Regresan eufóricos para darlo a probar a sus
congéneres. Entonces ellos asienten complacidos: “¡Bravo, bravo!
¿Y a cuántas atmósferas habéis descendido?” Enseguida les decae
el interés; a los creadores les crecen el pesar y la hondura.
La
soledad los alimenta como lo hace el ayuno. Ambos conceptos arrostran
el sambenito de lo intolerable, pero no hay nutrición sin pausas
entre comidas –menos aún sin pausas largas entre hartazgos– ni
hay percepción nítida, visión personal, elaboración de un
imaginario propio o ejecución tenaz de la obra a lo largo de los
años sin la aceptación de cierta soledad. Veamos a nuestros
creadores atrapar al vuelo un pensamiento insólito desde el punto
más alto de su atalaya. A continuación corren escaleras abajo –con
tanto afán que por poco se despeñan– para mostrárselo a sus
contemporáneos. Ufanos, ellos les elogian el número de peldaños
rebasados. ¿Y la idea? “¡Ah, eso! Otros nos traen ideas más
vistosas cada día. ¡Y con las que es más fácil estar de acuerdo!”
Regresarán al yermo para seguir creando.
En
la raíz del arte está la soledad porque está en la raíz de la
existencia misma. Es una de esas regiones sombrías que la vida
práctica obvia cuanto puede. Limita con la nada, con la muerte, con
la incertidumbre de ser o no ser cuando nadie está allí para
afirmarnos. Así que, como el arte anda siempre a vueltas con lo
inaprensible y con lo inefable, los creadores hacen de sus soledades
motivo de creación, esto es, causa. Ahora sus obras solitarias
reverberan en nuestros reiterados receptores hipotéticos, que
suspenden el charloteo. Un escalofrío les recorre el espinazo.
¿Presienten al fin la compañía multitudinaria e imprecisa de los
demás seres humanos, tan solos y asustados como ellos mismos?
Supongamos
que sí, que de una vez por todas las obras de nuestros creadores han
resonado en sus receptores, contemporáneos y congéneres, a los que
ellos no se han cansado de acudir con las manos rebosantes de
conchas, piedrecitas, huesos, semillas y otros hallazgos peregrinos
para compartir la maravilla del mundo, a pesar de haberlos encontrado
siempre prestos a desmaravillarse, tan partidarios de la
indiferencia como de las demás buenas costumbres. ¿Se acabó la
soledad? De ningún modo. El espejo del arte inquieta y desconcierta.
Si sus obras finalmente alcanzan el corazón y el pensamiento como un
rayo, con más razón serán tomados los creadores por gente
distinta. Estrafalaria, lúgubre, imprevisible, incómoda.
¿Por qué no se adaptan a la norma y punto? Se acabó la visita,
bajemos ya del techo.
¿Acaso
es éste el inexorable ciclo del arte? ¿O más bien lo pintan así
las argucias argumentativas de una creadora que considera
irrenunciable su soledad, aunque a veces le escueza? Compartimos
nuestras soledades con otros creadores –el acto mismo de compartir
es inherente al hecho teatral, no hay creación dramática sin
encuentro entre creadores– y más tarde con los espectadores. Este
encuentro, además de condición fértil para nuestra creación, es
refugio y consuelo de tanta soledad. Carecería de sentido
reivindicar el ostracismo en aras del fomento artístico. Ahora bien,
en arte la soledad asumida es fragua y mina; cuánto puede cundirle y
aprovecharle a cada creador o creadora –a usted, sin ir más lejos–
y cuánto debe por tanto preservarla merece, al menos, una
consideración atenta, alegre y libre de prejuicios por su parte.
