De la serie Objetos punzantes
Piezas breves de Ruth Vilar
HOMBRE: Empecé
atesorando papelitos, comprobantes de los pasos que iba dando. Luego
vinieron los diarios, registros detallados. Más tarde, las figuras
de recuerdo, minúsculas y a menudo ridículas, que amontonaba
envueltas en periódico en cajas gigantescas. Después, los jarrones
que contuvieron flores en las grandes ocasiones y las estatuillas
conmemorativas fueron poblando cómodas y librerías. En los altillos
guardaba cualquier cosa que hubiera usado, por aquello de que el roce
hace el cariño. También almacenaba lo que tuviera poco uso,
anticipando necesidades futuras, quizá inminentes. Cualquier
documento legal, lo clasificaba por precaución; si personal, por
nostalgia. Nada de cuanto entraba en mi órbita la abandonaba. Todo
venía para quedarse.
Y
aunque al principio las habitaciones fuesen amplias y sólo las
llenasen la luz y el aire fresco, sacrifiqué esa comodidad sin
cargas en aras de una conservación consciente. Comprendí que los
objetos inertes que obtenía a cambio de mi trabajo, de mis
esfuerzos, de mi vivir al fin y al cabo, daban cumplida cuenta de mí
mismo. Eran lo único que preservaba mi existencia, que de otro modo
se habría escurrido inadvertidamente por el desagüe del tiempo.
¿Qué era yo sin ellos? De buena gana cubrí con armarios y alacenas
los ventanales cuando no hubo más sitio. Apoyé el colchón contra
la pared y dormía de pie, apenas recostado, para ocupar menos. Ni
cuando se murió el gato me permití concesiones: no iba a
desprenderme de nada que fuese mío, así apestase.
Llegó
el día en que ya no cupe. En que no pude moverme ni a rastras entre
esa acumulación de restos míos. Una voz dulce y firme susurró:
“Tíralos. Serás tú o ellos”. “Ellos”, le respondí y
enmudeció de golpe. Agonizo conforme, aunque un poco estrecho y sin
ver por última vez la luz del sol. Si estas cosas son ya tan yo como
yo mismo, ¿qué más dará quién sobreviva a quién?
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