De la serie Objetos punzantes
Piezas breves de Ruth Vilar
HOMBRE: Dejar un rastro de miguitas en la senda no fue una
buena idea. ¡Más me hubiese valido comerme el pan que querer desandar ese
camino! ¡Ojalá los pajarillos hubiesen dado cuenta de todas y cada una de las
migas! Pero sólo se comieron las migas que encontraron, y a la sombra de las
piedras o debajo de las hojas quedaron pedacitos suficientes para reconstruir
el hilo de mis pasos.
Fue un error recoger ese hilo que yo creía atado al
pasado. Me había imaginado que en el otro cabo reencontraría lo que entonces
había sido, intacto, sucediendo aún. Que a lo largo del cordel oiría el grito
del barquero, los cascos de caballo, el jolgorio de cloqueos y mugidos. Y que
allí donde empezó mi viaje tanto tiempo atrás estaría esperándome la madre, y
me recibiría secándose las manos en el trapo y esbozando una sonrisa leve pero
incontenible. Que el padre se levantaría de su hamaca colgada entre los
árboles, despacio, y que con un silbido concedería: “¡Quién podía adivinar que
te convertirías en un hombre cabal!”. Que la hermana menor, volviendo del
tendedero con la ropa plegada en el cesto de mimbre, lo volcaría al verme y se
me colgaría del cuello, cantarina: “¡Cómo te hemos extrañado! ¿Me has traído un
regalo?”.
De regreso topé con la barca hundida y los caballos reventados en los márgenes.
Habían emigrado o muerto los granjeros. Y cuando de la casa salió la madre
secándose las manos –suyos el delantal, el trapo ajado y la sonrisa leve pero
incontenible–, no era la madre. Su misma brusquedad de mujer cansada que todo
lo ha perdido, pero era la hermana. Y no había música en su voz: “Cómo te
extrañaron los padres hasta su último día…”. Abrí la mano y mostré el abalorio
tintineante, del color del cielo. Se lo alargué. “¿Eso es un regalo?”. Calló y
me acerqué otro paso. “¿Para mí?” Asentí, conmovido. Me detuvo: “¿Ahora?”.
El pan se come tierno. Ayuda a caminar con ligereza y
brío. El pan, cuando envejece, se rancia. Envenena.
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