«EL VERBO INFANCIA», POR RUTH VILAR

Un artículo de Ruth Vilar


PRIMER ACTO, nº 356. 2019.

TRAVESÍAS: La infancia







La infancia es un verbo y se conjuga en
primera persona del singular del presente de indicativo. A la vez
contiene la segunda persona y la tercera. Muchos plurales. El
pretérito pluscuamperfecto y los futuros impredecibles. Un
hipotético subjuntivo y ese condicional siempre cargado de
cláusulas.



Infancio la capacidad de contemplar,
maravillarme y aprender.



Infanciaste ese entusiasmo mágico que
te impulsa como un muelle ascendente.



Infanciará un sonrojo instantáneo
cuando muchos ojos la miren de golpe.



Hemos infanciado confianza en que la
esperanza acierta y el desconsuelo, el chaparrón y las paperas se
pasan.



¡Ojalá infanciéis vuestro anhelo de
cobijo en mitad del temporal!



Infanciarían visiones fantásticas
previas a los sueños, inexplicables carcajadas súbitas y la
querencia por algunos lugares que huelen a jazmín.






No se extingue con la edad la infancia.
Deja un poso denso de tesoros o bien de cadáveres. Queda en nosotros
bajo la forma de despensa repleta de manjares del alma que nos
nutrirá durante el resto de la vida. O bajo la de un agujero
negrísimo que se abrirá a los pies de cuanto construyamos y lo
devorará.



Sea como sea, ¿a qué fin nos recocemos
los adultos en la nostalgia y en las lamentaciones de la propia
infancia perdida? Fue lo que fue. Duró lo que duró. Cumplió su
maravillosamente terrible cometido. Aún late en quienes somos eso
que fuimos. ¿Qué sentido tiene entonces emperrarnos en colmar a
través de los niños nuestros viejos anhelos frustrados? ¿A cuento
de qué este afán de ajustar cuentas en ellos con aquello de lo que
carecimos o que nos sobró? ¿No vamos a detenernos a mirar qué les
hace falta en realidad, aquí y ahora? Sentenciamos: «Jamás
consentiré que mis pequeños pasen por lo mismo que a mí me dolió».
Y alejándolos concienzudamente del fuego, los arrojamos a las brasas
y los rebozamos en ellas. ¡Pobres criaturas, ahítas de abundacia
obligatoria y amenazadas cual bebé salomónico por nuestras
extravagantes ideas de reparación!






Cada infancia es minúscula e inmensa,
la concreción real del sinnúmero de infancias potenciales. Y cada
infancia que habita la tierra es también nuestra porque en cada una
de ellas tenemos parte. Por acción u omisión, por pura existencia,
las determinamos y las transformamos.



Por un lado, embutimos y alhajamos a los
infantitos que la ola de la vida nos trajo y que por cercanía
consideramos nuestros. Por otro, nos desentendemos de la suerte de
los demás chavales, que son absolutamente todos menos estos pocos.
Si tuviéramos la más mínima noción de la igualdad comprenderíamos
que tanta atención necesitan los próximos como los lejanos, y que
tantos desvelos merecen esos como este que arrullamos. Advertiríamos
cuán grave es nuestro error al considerar que hay
adultos-propietarios-de-niños y que a ellos podemos atribuirles en
exclusiva el cuidado de la infancia. Cuando concedemos el deber y el
derecho de velar por el crecimiento protegido, sano, alegre y justo
de cada criatura sólo a algunos adultos, estamos escurriendo el
bulto de lo que en realidad es una responsabilidad compartida y común
de la humanidad. Cada grito que ponemos en el cielo por el maltrato y
el abuso y el hambre y la explotación que se ceban en la carne de
los niños es gesto vacuo. Que tengan ya esa infancia que les
pertenece requiere que mujeres y hombres como nosotros ejerzamos
nuestra adultez. El resto no es más que negligencia y rapiña.






Este mundo torcido donde se reza a
diario al provecho, a la oferta y la demanda, a la prisa, asfixia las
infancias saludablemente humanas. Intoxica a los unos por exceso, a
los otros los exprime por defecto. Pero niñas y niños no son
semillas ni proyectos de persona, sino seres humanos completos que
atraviesan una fase de su vida. Excluyéndolos de la realidad,
escondiendo a los nuestros en su burbujita y condenando al resto al
lodazal, ahondamos más aún la injusticia social. Demasiadas
infancias perecen sin haber podido ser eso que son. Un teatro
infantil pusilánime que les mienta a los niños sobre su propia
infancia, pintándola de rosa y colgándole sonajas, será
entretenimiento venenoso, frustrante desconcierto o anestesia que no
cura nada.