«ALGO MÁS APREMIANTE», POR RUTH VILAR

SOBRE LOS NIÑOS TONTOS DE
ANA MARÍA MATUTE



PRIMER ACTO, nº 356. 2019.

MONOGRÁFICO: HUELLAS DE GUERRA







I



Los
niños tontos
es un conjunto de relatos poéticos breves de Ana
María Matute y narra historias infinitamente tristes, amargas,
desoladas sobre las infancias resquebrajadas de la posguerra. Las
esboza en pocas pinceladas de gran exactitud. La prosa de la autora
aparece aquí contenida y la prodigiosa expresividad de cada texto
emerge a partir de la precisión minuciosa de cuanto se dice y de la
cruda evidencia de cuanto se calla.



Los
niños tontos
constituye una sucesión de tragedias en el sentido
más estricto de la acepción: sus protagonistas, seres moralmente
superiores al lector, intentan mejorar con todas sus fuerzas y sin
conseguirlo una situación desagradable que enfrenta sus intereses
personales con intereses colectivos –de acuerdo con la definición
de “Tragedia” que da Jaume Melendres en La direcció dels
actors
[Institut del Teatre, 2000]–. ¿En qué sentido son
moralmente superiores a nosotros la niña fea, el niño que era amigo
del demonio, la niña de la carbonería…? Aquello que intentan
preservar a toda costa no es sino su infancia, su naturaleza misma en
cuanto que niños, su única existencia posible, y para hacerlo sólo
disponen de una cortísima experiencia de la vida, de las gentes y
del mundo, y de una insondable inocencia. La batalla se les presenta
desigual y, a pesar de carecer de armas suficientes, ellos plantan
cara, resisten, no cejan en su revuelta: eso los convierte en héroes
trágicos. Su destino fatal es el río negro y subterráneo que corre
a través de estos relatos.



Mas,
aunque la guerra esté perdida de antemano y su infancia esté
condenada a extinguirse demasiado temprano, aunque estén abocados
estos niños tontos a transformarse abruptamente en hombres pequeños
y en chicos viejos, mientras aún pelean cuentan con un bastión
mágicamente inexpugnable, el juego, y con poderosos aliados, los
animales y las plantas.







II



La
primera lectura de Los niños tontos de Ana María Matute cae
en el alma como un vaso de aguardiente. A quien lo apura de un trago,
le corta el aliento. A quien lo sorbe parsimonioso, le pone áspera
la lengua y le enciende los ojos. Contemplados al trasluz, libro y
vaso presentan la transparencia de un orujo desnudo. Al paladar, en
cambio, se vuelven densos, con esa sequedad de alcohol absoluto. Un
licor de receta ancestral. Ana María Matute recoge fresca la materia
prima del sufrimiento y el desamparo de la infancia. Materia prima
que todavía abunda en nuestros días. Después, la macera ciñéndose
a la pauta maravillosa del cuento tradicional.



En
un bosque antiguo como aquellos por donde van y vienen Pulgarcito,
Hansel y Gretel, Caperucita o Blancanieves, encuentran su perdición
irreversible los niños tontos. Se extravían en rincones sombríos.
No lo hacen siguiendo a ningún malévolo extranjero, ni sucumbiendo
a amenazas sobrenaturales, sino inmersos en su cotidianidad pedregosa
y de esparto, faltos de una mano más grande que la suya que los
sostenga. Por eso, aunque Los niños tontos sea un conjunto de
narraciones sobre niños, no están escritas para el lector infantil.
Estos cuentos trágicos emborrachan, desvelan y dejan la piel en
carne viva.



Ana
María Matute pinta esa realidad intensa envolviéndola en una
neblina poética que, lejos de difuminarlos, aviva sus colores. Nos
la relata disfrazándose de narradora omnisciente, ajena a cuanto
sucede, cuando en verdad ella es una niña tonta que conoce bien el
dolor que martiriza y el peligro que acecha a quienes carecen de
cosas tan básicas como afecto, atención o esperanza. No nos habla
en calidad de testigo distante, aunque mantenga callada su
implicación y se cuide de no ensuciar con reivindicaciones ni
proclamas su poderoso testimonio literario.







III



Niños
en el campo mísero de un país asolado por una guerra todavía
reciente. Niños sitiados por circunstancias penosas. Niños
invisibles para los adultos que –pese a compartir con ellos el
espacio físico de la casa, la calle, la escuela– sólo tienen ojos
y oídos y brazos y aliento para deslomarse tratando de cubrir las
necesidades más urgentes. Niños a quienes la felicidad instintiva
de la infancia se les atraganta, envenenada por un aire corrompido
–de violencia, de dureza, de carencias hondas– que todo lo
invade. Niños desgraciados en una tierra en la que crece, firmemente
enraizada, la certeza de que los listos viven bien y de que quien
siembra astucia recoge abundancia. Pero estos inocentes niños
abandonados sucumben sin remedio bajo la losa de la realidad
–demasiado pesada para sus cortas fuerzas–, así que deben de ser
tontos. Tontos de remate. ¡Si hasta se mueren de puro tontos, los
pobres!



Los
niños tontos
de Ana María Matute representan la misma infancia
acosada –tierna y espinosa, frágil y valiente– que el Mochuelo,
el Moñigo y el Tiñoso de El camino de Miguel Delibes. Sus
protagonistas encarnan a buena parte de los niños de entonces, los
mismos niños tontos que hoy cuentan alrededor de ochenta años, que
conservan vívido el recuerdo de lo poco que tuvieron y de lo mucho
que les faltó, y que en la última década han salido con pancartas
a las plazas porque no están dispuestos a aceptar dócilmente que
sus nietos pasen por lo que ellos pasaron.






IV



La compañía Cos de Lletra
emprendió en 2011 la adaptación y la puesta en escena de Los niños tontos de Ana María Matute. Lo hicimos con hambre de
poeticidad y belleza extremas. También con la convicción de que
aquellas palabras hablaban tanto del pasado como del estricto
presente. Corría el 15M y hervían en las calles multitudinarias y
contundentes protestas contra la desigualdad y contra los desmanes
políticos y financieros que no hacían más que acrecentarla. Donde
hay injusticia social hay sufrimiento infantil. Cuanto mayor la una,
peor el otro. Los niños viven en nuestro mismo mundo y no en
vitrinas. El desmesurado alcance de la pobreza en los estados del
bienestar, que las reivindicaciones ponían en evidencia y que desde
entonces se ha consolidado en vez de remediarse, significaba una sola
cosa: que los niños contemporáneos volvían a ser tontos, expuestos
a peligros parejos e igual de desarmados.



Para la dramaturgia, optamos
por introducir esas historias de criaturas rurales y asilvestradas
contextualizándolas con otro relato de la autora, «Los
disfraces» (El río, 1963); por aliviarle al espectador
el peso plomizo de la pena que va calando con una irrupción
sorprendente, la de los cómicos, «Siempre los cómicos» (A
la mitad del camino
, 1961); por acabar
sembrando una semilla de esperanza con “El niño dormido” (
El
río
, 1963), ese chaval que consigue
salvarse, contra pronóstico y sin saberlo siquiera, gracias a la
inesperada compasión de otros niños.



Para la puesta en escena,
imaginamos Mansilla de la Sierra, el viejo pueblecito riojano donde
Ana María Matute presenció las infancias más tontas y que desde
1959 duerme sumergido en un embalse. Habitarían nuestra aldea dos
niños de infancia lejana que remontarían ágiles los caminos
empinados, los senderos que serpentean hasta desaparecer bajo el
follaje. Estos dos niños jugarían a contarse invenciones que
desembocarían en tragedia. Lo harían en la arboleda de Mansilla, en
los cerros que la flanquean, en el río que la acaricia, en la
geografía de ese paraje hecho de letras que condensa fantasía y
memoria.



Desde que en 2012 estrenamos el
monta
je, nuestros dos niños tontos juegan y juegan a correr,
a meterse miedo, a pelear, a esconderse, a fanfarronear y a ser
crédulos. Intercambian historias que mezclan la mentira y la verdad
de un modo inextricable y así se van atando el uno al otro con el
hilo del relato, que teje lazos y nudos de complicidad, de
conocimiento mutuo, de experiencia en común, hasta confeccionar una
red de recuerdos compartidos y maravillosos que los rescata de su
realidad sombría.



En
esa conversación generosa y valiente, en ese ir y venir de carreras
y normas y trampas y risas, se dan el uno al otro. Y, acostumbrados
como están a perder de contino en la casa –pues también pierde
quien nunca recibe nada, aunque nada ostensible le estén
arrebatando–, mientras dura el juego se obra el prodigio: ganan
siempre. Ganan la confianza que los hace libres, la sabiduría y la
intuición que los vuelve invulnerables, el cobijo de saberse
queridos, aceptados, respetados, tratados de igual a igual. Ganan
fuerzas. Cuando regresan al pueblo, con la anochecida, caminan
exhaustos; vuelven de ganar, también, lo más básico: el sustento
del alma.




Salva Artesero y Ruth Vilar en el espectáculo Los niños tontos de Ana María Matute, de la compañía Cos de Lletra (2019).

Fotografía de Dolors Garcia.



V



No
se sale indemne de Los niños tontos.
Sa
cude los adentros como se sacudían antes los colchones,
dejándolos magullados pero limpios. Tras la función, un espectador
septuagenario proclama: «¡Yo era un niño tonto!». Y otro,
emocionado y tajante, asevera: «Esto que contáis no son
historias: esto es la verdad».



En
sus tiempos, se enseñaba a las criaturas a observar estricto
silencio, respetuoso o atemorizado, en presencia de los adultos; a no
hablar si no eran preguntados; a obedecer sin chistar. Luego,
acogiéndose a aquello de que quien calla otorga, se confundía su
forzosa mudez infantil con la ausencia de ideas, de conclusiones o de
voluntad propias. Pero esos niños, aun callados, pensaban. Sin
embargo, su lógica silvestre los llevaba por derroteros
imprevisibles, y su imaginación desbocada se les presentaba a menudo
como algo más real que esa realidad circundante sobre la que no se
les consentía decir ni mu. Los niños condenados al silencio corrían
peligro, porque de muy poco les valía que los despiojasen o que les
embutiesen un plato de garbanzos, si nadie se ocupaba de enseñarles
a arrancar del pensamiento y del corazón el temor oscuro, el rencor
amordazado y la desesperación secreta que iban enraizando. Muchos de
esos niños con la boca cerrada a cal y canto echaban por el atajo:
recurrían, en su ignorancia ignorada por todos, a remedios que
acababan siendo peores que el dolor que los aquejaba. Pasaban
desapercibidos entre las sombras de los adultos hasta que su final
trágico los convertía en el centro de mil atenciones póstumas e
inútiles.



También
otros espectadores, mucho más jóvenes que aquellos –rondarán los
diecisiete años–, comprenden de qué hablan esas palabras. Porque
no se extinguieron los niños tontos con el fin de la posguerra. Lo
que pasa es que en nuestro siglo, tecnológico y democrático, se
ahorcan con el cable de la consola. Lo hacen en silencio, sin un
gemido, para no estorbar a los padres que lloran a escondidas el
miedo –al despido o al paro, el desahucio y la exclusión social–.
Y que, mientras entierran su frustración y su vergüenza por los
rincones, no reparan en que algo más apremiante les reclama.






Cos
de Lletra estrenó en 2012 el espectáculo Los niños tontos
de Ana María Matute, con dirección y dramaturgia de Ruth Vilar,
interpretación de Salva Artesero y Neus Umbert, y música original
de Manuel Sánchez Riera. En 2019, la compañía ha reestrenado este
montaje, con interpretación de Salva Artesero y Ruth Vilar.