«ALEGRE ALEGRE ALEGRE», POR RUTH VILAR


Un artículo de Ruth Vilar




PRIMER ACTO, nº 355. 2018.


TRAVESÍAS: La alegría






Hemos
abandonado el corazón al vaivén de las corrientes. Confiamos en que
sepa nutrirse de las olas cual esponja de mar. Y así es. Cuanto
ellas traen consigo invade sus múltiples conductos microscópicos y
enseguida retrocede con la resaca. Dentro nos va quedando un poso de
salitre, de arena y de minúsculas partículas polimorfas. ¿Qué
son?




Depende.
Si azulean o grisean, opacas, son pesares. Escuecen. Maldecimos la
marea podrida que los arrastró precisamente hasta nosotros. Otras
arden cual brasas bermellón: son deseos. Apremian. Nos instan a
movernos sin demora. Las hay negras de desesperación, amarillas de
bilis, rosáceas de ternura.




Las
partículas más codiciadas son unos terroncitos angulosos de color
blanco tornasolado: cristales de alegría concentrada. ¡Nos hacen
tanta falta provisiones de este género llenando la despensa!
¡Anhelamos montañas de alegría! ¿Por qué no vendrá el agua
saturada de trocitos de gozo en suspensión?




Con
profusión de gemidos y lamentaciones, le reprochamos al hado nuestra
injusta escasez de alegría. Albergamos la certeza, pegajosa como la
pez, de que la fuente primordial de la alegría nos es esquiva o
rácana. Paradójicamente, exhibimos FELICIDAD FELICIDAD FELICIDAD.
Al fin y al cabo, ésta es la era de la alegría: tontotontotonto el
que no se ría. Carcajadas con amplificador destapan dientes
relucientes que reprimen el impulso orgánico y furioso de morder o
rechinar.




Para
contrarrestar esa hambre feroz de dicha, nos encomendamos febrilmente
a las EXPERIENCIAS. Hemos elevado a dogma el binomio EXPERIENCIAS +
FELICIDAD. Más desventurados cuanto más plácida se nos ofrece la
vida, a la deriva entre la insatisfacción y el aburrimiento, las
EXPERIENCIAS DE FELICIDAD se han convertido en bienes de primera
necesidad con que dotar la existencia misma de algún sentido.




Aturdidos
y desesperados, nos dejamos agitar ante los ojos sonajeros de
metacrilato, baratijas de gozo artificial que (no entendemos por qué)
no nos satisfacen. Calorías vacías para el alma. Mientras tanto,
estimamos siempre poca la alegría que el mar le trae a nuestro
corazón en remojo. O bien nos pasa desapercibida. Hemos ido
consumiendo las fuerzas lloriqueando para nuestros adentros. Se nos
han desactivado los mecanismos de absorción: la curiosidad y la
maravilla. Nada nos interesa, nada nos asombra, nada nos desempolva
el amor por la vida.




Hay
un remedio cierto. En verdad, haberlos los habrá a miles, pero éste
funciona y es el que nos atañe. El teatro. Ese lugar donde la tribu
de los desheredados del paraíso de la eterna felicidad están
llamados a ver lo que se les ocultaba, a comprender lo que les era
ajeno, a emocionarse como jamás creyeron que pudieran. La
experiencia teatral transformadora despierta una alegría íntima que
no depende de las vicisitudes de la vida. El teatro nos estruja el
corazón hasta que lo vacía de restos incrustados. Lo deja abierto
al mundo. Atento. Vivo. Alegre alegre alegre. Desbordante de esa
alegría que sólo el reconocernos intensamente en otros suscita.